1 premio "Réplica" de Elisa Siqueiros
Réplica
The more I gazed upon;
The more alien it seemed to me.
Oliver Sacks
1
Un hombre de cierta edad ha aprendido a disimular muchas cosas, excepto la felicidad.
Hay días que me levanto con la certeza de que al final todo estará bien.
Yo estaré bien y no tendré miedo de mojarme el cabello, la ropa, y los pies. Como la higuera que veo crecer desde mi ventana.
Sé que tuve una vida antes de estar aquí, pero no estoy tan seguro si tendré otra vida después de estar aquí.
Quizás el estar aquí y ahora es lo último que me resta antes del fin.
Una mujer que me visita a menudo, que las enfermeras tratan por Margot, dice que aún hay esperanza, que puedo llegar a recuperarme y volver a mi vida de antes.
¿Antes de estar aquí? Pregunto.
La mujer sonríe y sus ojos se achican con el peso de sus párpados.
A veces Margot pregunta si extraño mi vida de antes. Yo asiento, porque sé que sólo así la mujer se quedará satisfecha. Hace tiempo comprendí que vuelve una y otra vez para que le diga que extraño todo antes de estar aquí.
Una vez por semana me visita una mujer gorda, no tanto como yo, que tiene las manos y los tobillos hinchados, igual que yo. No me trae galletitas y chocolates como Margot, y tampoco huele tan bien.
Me saluda, se sienta y estira sus piernas –en ese orden.
Luego deja su bolso en la silla, pero antes saca del bolso unas gafas envueltas en una tela bordada con flores de colores, se las coloca y me mira.
¿Cómo estamos hoy? Pregunta, y luego arruga la punta de la nariz.
A veces arruga la punta de la nariz y pregunta ¿Cómo estamos hoy?
Formula la pregunta en plural, como si hiciéramos las cosas los dos juntos.
La miro, me ajusto las gafas –en ese orden– sonrío, y luego contesto, estamos bien.
A veces respondo estamos bien, y luego sonrío.
Hablamos de mi rutina diaria, que básicamente se organiza en torno a las horas de las comidas. La mujer anota todo lo que digo en un cuaderno con hojas amarillas y líneas horizontales.
Antes de irse me lee lo que ha anotado, porque la transparencia y la honestidad entre nosotros es esencial, explica.
Lee en voz alta lo que acabo de decirle, pero cuando ella lo dice, me parece que está hablando de otra persona que claramente no soy yo. Además, cada vez que hace una pausa suspira, como si me estuviese dando una mala noticia.
Antes de irse, me da la mano y la sacude con violencia. Esto suele causarme algún dolor en el hombro derecho. Según la mujer gorda, los dolores necesarios terminan por ser soportables. Todo esto dicho con un tono condescendiente, que utiliza cuando se refiere a mi brazo derecho.
Al despedirse acaba con una frase del estilo, siento que estamos mejorando.
Me muero de ganas de preguntarle qué es lo que ella y yo tenemos que mejorar.
Al final termino por no decir nada, mejor dejar que ella piense que somos un equipo, y que no estoy solo.
Margot me ofrece irme a vivir con ella, y luego sonríe, en ese orden.
A mi pregunta ¿no le da miedo vivir con un desconocido?
Ella sonríe, y luego muy seria me dice que no, no siempre en ese orden.
A la mujer gorda le parece una buena idea que yo viva con Margot, sobre todo al principio. Dice que tengo la suerte de no estar solo. El hombre que juega las cartas opina lo mismo que la mujer gorda. Hoy es uno de esos días en que todos parecen tener una opinión acerca de lo que es mejor para mí.
Miro pasar las cartas como hipnotizado.
El hombre que juega a las cartas dice que ya fui más gordo que ahora.
No recuerdo que me costara tanto trabajo ponerme de pie y caminar.
- Es que antes ni se levantaba de la cama - dice el hombre sin levantar la vista y sin dejar de barajar las cartas.
A veces me sorprende lo mucho que sabe el hombre de las cartas.
Un martes después del desayuno, según las notas de la mujer gorda, Margot llega con una maleta café, como el tronco de la higuera junto a mi ventana.
Las enfermeras ponen mi ropa, mis lentes, y unos zapatos que me parecen muy pequeños para ser míos en la maleta.
Esta vez Margot no trae chocolates y galletitas, dice que me los dará cuando lleguemos a casa.
- ¿A casa?
Ella se ríe y asiente.
Está feliz, no recuerdo haberla visto tan sonriente.
2
Despierto con la melodía de una voz que canta.
Me resulta familiar, pero antigua, como si estuviese guardada en el fondo de mi memoria, debajo de toda la basura y el polvo acumulados de los últimos años.
El olor a café que llega hasta mí me reconforta.
Sin embargo, no estoy seguro si debo, o quiero, abrir los ojos.
Abro los ojos.
Me veo echado junto a una mujer desconocida.
Ella se levanta a preparar el desayuno.
Se pone la bata gris sobre el camisón blanco con flores amarillas que mi mujer suele vestir en verano. Me besa en la frente con tanta familiaridad que pienso una de dos, esta es una actriz de primera, o me estoy volviendo loco.
Me pongo las gafas y la sigo hasta la cocina. Ella, de espaldas a mí, se recoge el cabello, y cuando se da la vuelta veo a una mujer muy parecida a mi Margot. Con los mismos tres lunares simétricos en el cuello, un par de gotas de sudor sobre los labios superiores, la media sonrisa y la mirada ausente de siempre.
Sin embargo, estoy seguro de que no es ella.
2 premio "9 minutos" de K. Lopsita
9 minutos
(o La última cena)
Estamos en la cocina, frente a la estufa. A los espaguetis les faltan nueve minutos.
–¿Ya has pensado dónde vamos a pasar Navidad?
Me temía esta pregunta. Llevo varios días esquivándola. Pero la cocina es pequeña: huir no es una opción, ni tampoco lo es hacerme la sorda. Saco una lata de tomates del armario para ganar tiempo. Ella me sigue mirando. En cámara lenta pongo la conserva sobre la encimera, coloco el abrelatas en el borde superior y giro el mango. Siento sus ojos clavados en mis sienes, mientras las pequeñas ruedas metálicas avanzan dificultosamente por el aluminio.
–¿Todavía me amas?
Lo dice en su tono de interrogatorio. Entre mis manos, el abrelatas se queda trancado en el terco metal de la conserva y por más que lo fuerzo no quiere ir ni para delante ni para atrás. Ocho minutos. Su silencio exige una respuesta.
–No lo sé.
Finalmente, la tapa se suelta de un golpe y una lluvia de tomate cae sobre los azulejos.
–Tal vez ya no quieres estar conmigo y no sabes cómo decírmelo.
–No lo sé, –repito. Es lo mejor que se me ocurre.
–Bueno, entonces nos separamos y ya. –Bueno...
–Bueno.
–Vale.
–Pues, ya está.
–Okay...
Silencio. Echo un vistazo al reloj de cocina: siete minutos. De repente, todo parece más plástico, más nítido, como si se despejaran las nubes de un largo sueño y por fin me dejan ver claro. ¡Mira nomás cómo brilla el grifo! Precioso. Nunca me había percatado de su belleza. Y el estampado que la salsa de tomate ha dejado sobre los azulejos. Como un universo de estrellas rojas en un cielo blanco. Observo detenidamente cómo algunas de las estrellas más grandes se deslizan por la pared. Cualquier pretexto es válido para no mirarla a los ojos.
Seis minutos.
Procuro no decir nada. Cualquier tontería que diga va a ser 'la primera frase' después de la separación. Abro la puerta del armario, saco dos platos hondos y los pongo sobre la mesa, dejando entre ellos la mayor distancia posible. Coloco un tenedor y una cuchara al lado del mío, y un tenedor al lado del otro. Sigo sin mirarla. ¿Esto está pasando realmente? Parece ficción... Si esto fuera un cuento, podría titularse «La última cena».
–¿Falta mucho? –pregunta ella desde la estufa.
–Cinco minutos.
Nos miramos por primera vez. Sé que ella está pensando lo mismo que yo, y sé que ella sabe que yo lo estoy pensando. Eso es lo que pasa cuando tienes una pareja que también escribe. Aunque ya no hay pareja. Desde hace exactamente dos minutos. Ahora lo que hay son dos escritoras, una olla de espaguetis, cinco minutos y una historia.
–Bueno –dice ella finalmente. –Ya anda a escribirlo.
Salgo corriendo por lápiz y cuaderno. Cuando regreso a la cocina, ella está sirviendo los espaguetis que serán nuestra última cena.
–Listo.
3 premio "Chicharrones" de Bentham (pseudonimo)
Chicharrones
Sumay entró en la oficina de la Capitanía del puerto. OM Sumay, ¡ha desobedecido mis órdenes otra vez! Desde hace dos días debió sacrificar el cerdo. Capitán Roncagliolo, ¡me Capetán! El cocenero el cheno no tenía el cochello afelado e no podo cortarsh. No habea afeladorsh. El Capitán Roncagliolo se indignó nuevamente y levanto el índice, apuntando a una caja grande que había allí. Ya habían traído de Lima una nueva partida de cuchillos, escudillas y platos nuevos para la tropa. ¡Allí mierda, saquen los nuevos cuchillos! Sumay miraba con cara de circunstancias. Por la ventana del despacho se podía ver el Napo discurrir: un río oscuro y sucio del que no se podía ver el fondo y en donde flotaban y avanzaban lentamente ramas y animales muertos. Mejor, para lo que habría escondido allí en el fondo. ¡Sumay! Se, me Capetán. Quiero que mañana maten al cerdo para que
toda la tropa pueda comer chicharrones. ¡Se, me Capetán! Se hace fácel. ¡Polenta!, mándale un memo al cocinero para que utilice los cuchillos nuevos, si es que el chino de mierda sabe leer. En ese mismo momento llegó un telegrama de Lima: mandaba dar aviso expreso y detallado de los barcos ecuatorianos que pasaran por la capitanía. El cabo Diez tomó nota: Patanza,Concha de Toro, Mi Lucerito II, el Diablo Maldito y Zomoza. ¿Zomoza? Estos monos analfabetos no saben ni escribir. Todos ellos eran barcos con bandera ecuatoriana que estaban de paso al Amazonas brasileño, para después regresar
con contrabando. Si los reconocían, los abordarían y requisarían el contrabando en unos cuantos de ellos; pero la gran mayoría pasaría desapercibida, navegando pegados a la ribera bajo la niebla nocturna y aprovechando que las pocas lanchas patrulleras peruanas no funcionaban, los suboficiales estarían borrachos o la partida de gasolina se les acabaría el día veinte del mes. El Capitán Roncagliolo salió de la oficina acalorado y amargado. Apartó una nube de mosquitos que merodeaba alrededor de la lámpara de la terraza alta. Si no hubiera tenido un entredicho con el Vice-Almirante Vizcarra no lo habrían mandado al cojón del mundo, donde el uniforme está permanentemente mojado, ya sea por el sudor o la humedad, y en donde hace cuarenta y dos grados a la sombra de día y treintaiocho de noche, aparte del zumbido de los mosquitos que no deja dormir si se tiene el sueño ligero. Su carrera habría terminado allí mismo si no hubiera aceptado el exilio en Maynas, último puesto de la Marina de Guerra antes de la frontera norte. El Capitán se encontró con otro cabo que tenía su nombre bordado en la camisa del uniforme, pero que nunca había visto antes. ¡Malatesta, tome este telegrama y mándelo a la Capitanía de Lima inmediatamente! Sí, mi Capitán. A los tres días la Capitanía de Lima mandó otro telegrama pidiendo lo mismo, increpando al Capitán Roncagliolo por qué no había respondido la vez anterior y que se esperaba la respuesta antes de las 1400. Esta vez el cable lo tuvo que enviar el mismísimo Capitán, porque el hijo de puta de Malatesta
no lo había hecho. Al día siguiente muy temprano se lo encuentra en el corredor caminando muy tranquilo esbozando una sonrisa y le pregunta. ¡OM Malatesta! ¡Sí, mi Capitán! ¿Por qué diablos carajo la semana pasada no mandó el cablegrama que le di? Malatesta puso cara de desconfianza. Es que yo no soy telegrafista, mi Capitán. Aguarunas de mierda. El Capitán Roncagliolo salió a la terraza baja a fumar cuando la lluvia comenzó a amainar. Sobre él sintió cómo el viento hacia ondear la bicolor, giró y miró cómo la vista de la torre con el cielo rojo al fondo que se cernía sobre la capitanía y la tupida selva amazónica a sus pies parecía una postal sacada de un libro de viajes. Se podía observar absolutamente todo desde la torre: el río, las barracas, el embarcadero, incluso en días claros se podía ver el puesto de los militares ya en la misma frontera... La morale réformée, la santé préservée, l'industrie revigorée, l'instruction diffusée, les charges publiques allégées, l'économie fortifiée. La sirena de un barco de bandera colombiana lo hizo girar. Mirando hacia la porqueriza vio al cerdo. Pesaría unos cien o ciento diez kilos y podría alimentar a la tropa tranquilamente un par de semanas hasta que llegara el siguiente barco con suministros. Chancho de mierda. Sumay de mierda. Río de mierda, monos de mierda, selva de mierda, Maynas de mierda, país de mierda. ¡Busquen al conchesumare de Sumay hijoeputa! A los seis minutos, Sumay estaba sudoroso en el despacho del Capitán. ¡Carajo malditos indios cabezas duras! Las órdenes les entran por una oreja y les salen por la otra. Los condenados son tercos como una mula. Ahora les voy a enseñar cómo se hacen las cosas. ¡Sumay! Ya han pasado diez días y el maldito marrano sigue allí; la próxima semana no habrá raciones hasta que venga la remesa de Lima. Se, me Capetán. Así que si no matan al cochino hoy mismo se morirán de hambre. Si el cocinero no lo mata y tú no lo matas, lo mataré yo con mis propias manos y te haré beber la sangre. ¡Se, me Capetán! ¡Teniente García, venga aquí para que se ejecute esta orden inmediatamente! ¡Sí, mi Capitán! No entiendo carajo, estos indios prefieren morirse de hambre que matar al maldito puerco. Sí, mi Capitán. ¿Por qué maldita sea prefieren ayunar que beneficiar al maldito animal? ¿Por qué? Mi Capitán ¿Me permite hablar libremente mi Capitán? ¡Sumay, fuera! Hable, García. Mi Capitán... nadie quiere matar a la cerda porque... porque… ¡Hable ya de una vez! ¡¿Quiere que le apriete los cojones para que empiece a hablar?! Sí, mi Capitán; ¡No, mi Capitán! Mi Capitán. Nadie quiere matar a la cerdita porque… porque es... ¡Hable ya de una maldita vez! La cerdita es…la mujer del regimiento.
Seudónimo: Bentham